La Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea establece que las políticas de la Unión garantizarán a los consumidores un alto nivel de protección. Por su parte, el Tratado de Funcionamiento de la Unión previene que ésta contribuirá a proteger los intereses económicos de los consumidores, así como a promover su derecho a la información para salvaguardar sus intereses. Intereses, que, desde esta perspectiva, son de carácter general, pues conforman uno de los pilares sobre los que la Unión se cimenta, y son parte inescindibe de su orden público.
No obstante, el reconocimiento de tales intereses, y la proclamación de que son merecedores de un alto nivel de amparo, no tienen carácter meramente programático o formal. Y ello pues, si bien tienen una dimensión objetiva, pues conforman el mercado interior europeo, asimismo poseen una dimensión subjetiva o material, en tanto que son intereses que concurren en aquellas personas que intervienen en tal mercado a fin de demandar y adquirir bienes y servicios para satisfacer sus necesidades de consumo “personales”, es decir, no empresariales o profesionales.
Para la realización de tales intereses, resulta precisa la construcción de un entramado equilibrado de derechos y de deberes. Sólo una resultante equilibrada entre ellos hará que el mercado interior sea perfecto en su funcionamiento. Así, garantizar una alta protección a los consumidores, implica, de un lado, imponer deberes de alta intensidad a la otra parte en la relación, es decir a aquellos que les ofrecen bienes y servicios para su consumo. Pero, también, y de otra parte, establecer un sistema eficiente que garantice tanto la realización de los derechos, como el cumplimiento exacto de los deberes.
En principio, y en tanto que el interés de los consumidores, y su protección, se identifica como propio del interés general europeo, el sistema de tutela y protección del mismo debería ser público, y su coste, en consecuencia, asumido mediante recursos públicos. No obstante, si bien tal sistema existe, ni el sistema público de protección, ni los recursos públicos son suficientes para alcanzar su elevada tutela. El alto grado de amparo que se requiere precisa reconocer también capacidad de reacción a los consumidores. Especialmente, ante aquellos hechos que infrinjan sus derechos. Así, se les implica en la defensa de sus derechos, que, a la vez, son derechos de clase, de todos los consumidores, y se completa el sistema de protección. Sin embargo, trasladarles la carga de la reacción y, en su caso, el coste del proceso sería disuasorio, y haría materialmente inútil el reconocimiento de su legitimación para recabar tutela judicial. Sería, por tanto, un reconocimiento formal, que supondría que allí donde no llegase el sistema público de protección habría un ámbito de desprotección del derecho. Por ello, resulta preciso acomodar las reglas del proceso civil a fin de hacer que éste y sus costes no inhiban a los consumidores de actuar.
En este sentido, es de innegable utilidad, el recurso a la denominada acumulación de acciones, cuando varios consumidores han sufrido la misma lesión en su derecho como consecuencia de la conducta del mismo empresario o profesional. De forma que la existencia de una conexión causal entre los distintos actos permita que se conozcan y resuelvan en un único proceso. Así, varios consumidores, que en la fase previa a la celebración de un mismo tipo de contrato, dejaron de recibir de la misma entidad información esencial para la prestación de su consentimiento, podrán solicitar la acumulación de sus acciones de anulación por error de los contratos que celebraron con la misma entidad.
Pero, asimismo, ha de señalarse el acierto al legislador cuando atribuyó a las asociaciones de consumidores -reconocidas como tales- legitimación activa para actuar ante los tribunales en defensa de los intereses de sus asociados. Sin embargo, la Ley de Enjuiciamiento de 2000 no reflejó adecuadamente su intervención y, de otra parte, reguló de modo impreciso las denominadas “acciones colectivas”. Vía mediante la cual puede con carácter eficaz completarse el sistema de protección de los consumidores.
Estos defectos de regulación han quedado en evidencia como consecuencia de la Gran Crisis desatada hace ya 8 años. El descubrimiento de que en el mercado financiero no se respetaba el alto grado de protección que merecían los consumidores, y que la contratación estaba desequilibrada a favor de las entidades, tal y como ha quedado en evidencia tras la constante declaración de nulidad de cláusulas contractuales por abusivas, ha provocado una enorme cantidad de procesos individuales. Muchos de ellos podrían haber recibido una sentencia en menor tiempo y con menor coste -también para las entidades condenadas en costas- si la regulación de las acciones colectivas fuera de mejor calidad, pero también, si los Juzgados y Tribunales hubiesen dispuesto -dispusiesen, también hoy- de medios humanos y materiales suficientes para tramitar este tipo de acciones.
Estas carencias ponen de manifiesto un grave defecto en la garantía de la más alta tutela que los consumidores deben recibir de nuestro Estado; y ponen en evidencia, de nuevo, cómo nuestro país no coopera, como debe, en la realización material de un interés general de la Unión europea: la tutela efectiva de los derechos de los consumidores. Por ello, y antes de que el Tribunal de Justicia de la Unión o cualquiera de sus Instituciones ponga de manifiesto el incumplimiento, es preciso recabar de nuestro legislador una regulación clara, precisa, trasparente, tanto de la acumulación de acciones y sobre todo de la acción colectiva para garantizar a los consumidores la alta tutela de que son acreedores, así como para el mejor funcionamiento del mercado interior.
Lorenzo Prats Albentosa
Catedrático de Derecho civil. UAB